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jueves, 24 de noviembre de 2011

Cada jueves un encuentro.

Salgo del instituto a las cuatro y media como todos los jueves,con tres de mis amigas. Vamos charlando animadamente hasta Oporto, por fin sin prisa, con toda la tranquilidad del mundo, y entonces, decido coger el metro, y así poder ir acompañada por lo menos por una de ellas. Subimos al vagón de la linea cinco, dirección Ópera. Mi amiga, se baja unas paradas antes. Una vez sola, me doy cuenta por primera vez en todo el día del cansancio que me sigue, me siento somnolienta, y con la cabeza un tanto embotada. Me armo de valor para quitarme la pereza de encima y organizarme mentalmente. Repaso las fechas de los exámenes, que se acercan peligrosamente en el calendario, y cuidadosamente me hago un pequeño horario, organizando cuántas horas y qué debo estudiar para llevarlo todo sin agobiarme demasiado. Mi parada es la siguiente, así que me levanto con calma de mi asiento y me sitúo frente a la puerta esperando que el tren se pare. Cuando este lo hace, en un movimiento automático subo la manivela de la puerta y salgo del vagón.  


Sin pensar siquiera por dónde voy, totalmente inmersa en mis pensamientos, dejo que mis pies me guíen a través del andén. Subo las escaleras mecánicas y salgo a la calle. Ópera, siempre me ha gustado esa plaza, tiene algo mágico, miro unos instantes a mi alrededor. Como todas las tardes, está allí un grupo de jóvenes, sentados en círculo en el suelo, dos de ellos con una guitarra, acompañando al grupo que canta alegremente. Sonrío para mi misma y pongo rumbo a Sol, subiendo por la calle arenal. Como siempre, aunque mantengo un paso ligero, me voy fijando en las "estatuas vivientes", en los músicos, que suelen estar repartidos a lo largo de la calle, tocando para la gente, aunque no suele haber demasiadas personas paradas a su alrededor, escuchando lo que tocan.


Llego al corazón de la ciudad y tomo una fugaz decisión, no voy a ir a la plaza de Sevilla, y luego callejear  hasta casa, como hago habitualmente, no, esta vez voy a tomar uno de mis caminos alternativos, así que, con paso decidido cruzo la plaza y subo por Pontejos, para dejarme caer en la calle de la bolsa, alojada por un grupo de "perro-flautas".


Es entonces cuando escucho la melodía cercana de un violín. Por el ritmo de la misma, parece música celta, no puedo evitar imaginarme una gaita acompañando esas delicadas notas. Tuerzo la esquina, y la "escena" que veo, o mas bien la persona a la que veo, me hace aminorar el paso y fijarme bien. Es una chica, "dueña" de la melodía del violín. Está de pie frente a su estuche, abierto para que la gente eche dinero al pasar si le place. Por el momento otro personaje habitual en mi recorrido... hasta que me fijo en su ropa, desaliñada, remendada con telas que desencajan por completo con la prenda original. Esta ropa, le queda muy grande, y se puede notar que está en los huesos, es extremadamente delgada, hasta el punto que me resulta difícil de creer que una persona en una ciudad como Madrid, donde hay de todo, esté tan necesitada (o esa es la impresión que he tenido al verla). Pero es entonces cuando me fijo en su expresión. Sonríe brillantemente, pasando el arco con gracia por las cuerdas del violín, perfectamente afinadas. Se mece al son de su música, y en su expresión, se puede ver la felicidad que le produce la animada melodía que emite el que sin ninguna duda, es su preciado violín. 


Cuando veo que empiezo a alejarme de ella, rebusco en mis bolsillos y en mi mochila en busca del monedero (que no parece querer aparecer por ninguna parte), para poder echarle aunque sea una moneda de un euro, no suelo llevar mucho suelto encima. Es entonces cuando recuerdo algo en lo que no había caído instantes antes... esa mañana, decidí dejarme el monedero en casa, penando que no iba a necesitarlo. Me vuelvo una última vez, para observar la expresión de la joven. Me siento un tanto fastidiada por no tener suelto encima. Vuelvo a retomar el rumbo hacia casa.



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